lunes, 2 de julio de 2012

"Las mañanas de estío". ("El corazón en la cigarra", 1951).

Me gusta caminar, las mañanas de estío,
por las rústicas calles de mi pueblo, con flores
silvestres en los bordes, igual que los arroyos.

Sentir el dulce frío que emana de los álamos,
cuando aún el rocío brilla sobre la hierba
y no se ven mujeres ir por agua a las fuentes.

Tomar por un camino (no saber hacia donde
me llevará), impregnado el aire del aroma
agrio de los viñedos que costean el río.

Ver donde florecieron, como de un corazón,
campanillas azules, blancas, lilas, violetas,
los trabajos del polen, los pájaros y el viento.

Sentarme junto a un árbol. Ver con cuánta tenura
se posan los insectos en las flores y cómo
la vida nos va haciendo llevadera la muerte.

Contemplar largo rato los animales. ¡Son
tan simples! Miran todas las cosas con asombro.
Aman directamente. No se suponen dioses.

Pensar  en esas pobres locas que por las tardes
se asoman al sombrío paredón del hospicio
y siempre me saludan, y yo también saludo.

O en esa adolescente del arroyo vecino
donde suelen bañarse desnudos, los muchachos,
y en su cara encendida y en sus senos maduros.

O, extasiado ante el hondo misterio de las cosas,
evadirme de mí, como en un dulce sueño,
mientras el amor puro todo mi ser invade.

"Cauce". ("El cauce y el agua", 1949)

Cauce arcilloso; cauce de coplero.
Sabor a vino y pipa ennegrecida.
Nueve canciones y una despedida
se desangraron en tu derrotero.

Cauce arcilloso; cauce mañanero.
Disonante canción y sin medida.
Para dejar tu orilla indefinida
mejor no te empezara el alfarero.

Cauce que ocultas la virtud del agua
con el recelo de clavel y enagua
y los corales de tu joyería,

por entre el limo con que la ennegreces,
el agua te deslumbra con sus peces
y los rumores de su sinfonía.